Tras años de fricciones soterradas y tensiones en los últimos meses —algunos decían que eran órdagos al sol— se confirma que el concierto de asistencia sanitaria con Muface, del que se benefician millón y medio de funcionarios y beneficiarios, queda desierto: Adeslas, DKV y Asisa han decidido no participar en la licitación.

Las razones más inmediatas del desencuentro son conocidas: mientras que las aseguradoras manifiestan que el servicio sólo es viable con una subida de primas del 40%; el Gobierno, por su parte, sólo ofrecía un incremento del 17,12%, el mayor desde que existen registros homologables.

Las compañías argumentan que las condiciones del ejecutivo condenan a pérdidas millonarias, superando las producidas hasta ahora. Y entremedias hay quienes sonríen políticamente, considerando propicia la ocasión para terminar —¡al fin!, piensan— con un modelo basado en privilegios.

No estamos, por desgracia, ante una situación única o excepcional sino, más bien, ante la consecuencia de una praxis contractual pública cada vez más extendida, anómala cuando menos, que impone a las empresas condiciones económicas inasumibles por su contenido o su rigidez, desincentivando su participación en los procedimientos. Todo esto se traduce en un número elevado y creciente de licitaciones desiertas por inexistencia de ofertas o —no es ningún consuelo— de adjudicaciones al único licitador.

Según los datos de las patronales sectoriales, en el último año el 29% de las licitaciones públicas en España quedaron desiertas (hace cinco años eran el 18,5%); y de las adjudicadas, el 28% lo son al único licitador concurrente (en 2016, era un 20%). En términos absolutos esto significa que sólo el 53% de las licitaciones se adjudican en condiciones de concurrencia mínima o adecuada.

La Oficina Independiente de Regulación y Supervisión de la Contratación destaca en su Informe Anual de Supervisión 2023 que la concurrencia media, en tendencia decreciente desde 2019, ha alcanzado su valor más bajo en 2023 (2,99 licitadores por contrato). Los resultados son altamente insatisfactorios, sobre todo cuando entre los objetivos de la Ley de Contratos del Sector Público —en vigor desde 2018— está la defensa de la competencia y la promoción de la concurrencia.

Uno de los factores que provocan estas situaciones anticoncurrenciales tiene que ver con la desconfianza con la que desde algunos sectores públicos se mira a la empresa privada. Se desconfía de sus prácticas, incluso dudando de la legitimidad moral de su actividad, especialmente en algunos sectores sociales (educación o sanidad). Recordemos cómo desde el Gobierno se ha señalado nominalmente a empresas y empresarios olvidando que su actividad es un potentísimo factor de creación de empleo, riqueza y dinamismo social. Frente a la libertad, hay miedo y prevención (a veces hostilidad no disimulada), cuando realmente la mejor forma de afrontar esta importante cuestión de fondo —diría que la única en nuestro régimen constitucional— es desde el respeto al principio de igualdad y a la libertad, social y económica.

Si una licitación queda desierta se plantean dos problemas, a cual más grave: el más evidente es que el contrato no se puede adjudicar, quedando insatisfecho el interés público implícito en esa contratación; el segundo, más difícil de advertir pero no menos real y preocupante, es que la licitación desierta posibilita iniciar un nuevo expediente de contratación —más gasto y recursos empleados— en el que la adjudicación puede serlo mediante un procedimiento negociado sin publicidad “siempre que las condiciones iniciales del contrato no se modifiquen sustancialmente”. Es decir, la adjudicación directa, esa tan denostada por el regulador y fuente recurrente de prácticas indebidas.

Si nos centramos en el precio de la licitación —muchas veces elemento principal y determinante—, esto significa que podemos pasar de la tiranía del precio ejercida por la Administración cuando convoca la licitación a exigencias indebidas que el adjudicatario único trate de imponer aprovechando su posición de fuerza frente a una Administración desasistida. Evidentemente, aunque es mucho más frecuente lo primero que lo segundo y lo segundo suele ser consecuencia de lo primero, ninguna de las dos situaciones resultan tolerables, pues implican un desequilibrio que quiebra de raíz la proporcionalidad esencial de los contratos y dificultan su ejecución armónica.

No se puede plantear una estrategia de contratación pública de espaldas al mercado, pues si el mercado no acude a la llamada de la Administración —y pruebas sobradas hay— o lo hace en condiciones inadecuadas, al final serán los ciudadanos, beneficiarios y perceptores de los bienes o servicios públicos, los que sufrirán los perjuicios de su no prestación: menor calidad, peor precio o exigua innovación.

Por su entidad, por el impacto directo sobre la vida y la salud de millones de personas, por las consecuencias económicas y de gestión que tendrá sobre los servicios públicos sanitarios, etcétera, lo que ha ocurrido con el concierto de Muface es una buena ocasión para reflexionar sobre lo que está pasando con muchas licitaciones públicas. Hay que buscar remedios que aseguren y fomenten que quienes pueden colaborar en la mejor consecución de los intereses públicos estén dispuestos a hacerlo, mejorando la colaboración público-privada.

Si no se corrige esta situación y la tendencia se consolida, si se sigue licitando en condiciones contrarias al mercado, las administraciones —como el coronel de García Márquez— no tendrán quien les escriba. Pero a diferencia de la ficción, en la vida real, seremos los ciudadanos —¡todos! — quienes perdamos y nos lamentemos cuando ya sea tarde.

Por José Ignacio Juárez Chicote, socio Departamento Derecho público y administrativo en Santiago Mediano Abogados.

Puedes leer el artículo completo en Economist & Jurist haciendo clic aquí.