Imaginemos que alguien logra acceder a nuestro cerebro del mismo modo en que hoy se hackea un ordenador. No hablamos de ciencia ficción: la neurotecnología ha dejado de ser un asunto de laboratorio para convertirse en una realidad con aplicaciones médicas, educativas y laborales. Las oportunidades son enormes, pero también los riesgos: por primera vez, el ser humano ha creado tecnologías capaces no solo de registrar la actividad cerebral, sino también de modificarla, influyendo en emociones, recuerdos o decisiones.
«Hackeo cerebral» es la intrusión no consentida en los procesos neuronales o cognitivos de una persona para acceder, alterar o condicionar su conducta o sus emociones. El paralelismo con el artículo 197 bis del Código Penal —que sanciona el acceso no autorizado a sistemas informáticos— es evidente, solo que aquí el sistema vulnerado es nuestro propio cerebro. Si la mente es el último reducto de libertad, ¿qué ocurre cuando esa libertad se ve comprometida por medios tecnológicos?
El Derecho necesita respuestas y, para encontrarlas, debe empezar por precisar qué debe proteger. Durante demasiado tiempo se ha pensado en términos de «actividad cerebral», como si el cerebro fuera un conjunto de impulsos aislados. Sin embargo, lo que nos define no es una actividad puntual, sino la capacidad de dirigir de manera autónoma nuestros actos, prever consecuencias, reflexionar sobre nosotros mismos y autorregular nuestra conducta. Albert Bandura, desde la psicología social, denominó a esta facultad agencia humana, entendida como la capacidad de intencionalidad, previsión, autorregulación y autorreflexión. Trasladada al ámbito jurídico, hablamos de agencia mental: el núcleo de la libertad individual.
La agencia mental va más allá de los procesos conscientes. Incluye también los estados pasivos —el sueño, la inconsciencia o los automatismos cotidianos— que forman parte de nuestra vida psíquica. Protegerla significa garantizar la continuidad libre y natural de esos procesos, sin interferencias externas que los alteren. En definitiva, preservar la agencia mental es preservar la autenticidad de nuestra experiencia interior y la capacidad de ser autores de nuestros pensamientos y decisiones.
Si la agencia mental es la capacidad de la mente para obrar libremente, la integridad mental es la condición que la hace posible. Sin integridad que la proteja frente a interferencias tecnológicas, la agencia se vacía de contenido. Puede definirse como el desenvolvimiento natural y autónomo de la mente en ausencia de influencias artificiales. No hablamos de interacciones sociales propias de la vida, sino de intervenciones diseñadas para penetrar directamente en el ámbito neuronal y cognitivo.
La integridad mental no se agota en la intimidad, la protección de datos o la integridad física: las trasciende. Y, aunque se vincula con la identidad personal, no son equivalentes.
Pueden producirse agresiones a la integridad —como las técnicas subliminales o la manipulación emocional— que no alteren la identidad, pero sí limiten la libertad de decisión. Por eso, su protección actúa como primera línea de defensa frente a las influencias que amenazan nuestra autonomía interior.
Nuestro ordenamiento aún no reconoce expresamente la integridad mental como derecho fundamental, a pesar de que el artículo 10 de la Constitución, al situar la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad como fundamento del orden político y de la paz social, ofrece el marco idóneo para hacerlo. Sería coherente elevar ese libre desarrollo al rango de derecho fundamental autónomo, capaz de ofrecer una tutela real frente a riesgos tan invasivos como los que plantea la neurotecnología.
La cuestión no se limita a las intervenciones médicas. Existen técnicas indirectas, aplicadas en la publicidad, las plataformas digitales o los entornos virtuales, que también pueden influir en la mente. La prohibición de la publicidad subliminal en nuestra legislación es una muestra de que el legislador ha intuido el peligro, pero la evolución de la inteligencia artificial y los sistemas de personalización demuestra que la amenaza es más amplia. Los neuroderechos no son un debate reservado a médicos y pacientes, sino un desafío transversal que afecta a consumidores, trabajadores y ciudadanos en general.
Desde el punto de vista penal, resulta oportuno configurar un tipo específico, tecnológicamente neutro, que sancione los ataques a la integridad mental con proporcionalidad. El bien jurídico protegido debería ser precisamente esa integridad, con agravantes concretas —como la afectación a menores, la escala masiva o los daños persistentes—.
La respuesta, sin embargo, no puede limitarse al castigo. Tan importante como sancionar es establecer mecanismos preventivos, de gobernanza ética y de compliance para las empresas y laboratorios que desarrollan neurotecnologías. Ello exige cooperación entre juristas, científicos y responsables públicos capaces de crear estándares que aseguren que la innovación no erosione la libertad ni la dignidad humana.
Proteger la agencia mental no es un lujo teórico. Es una necesidad urgente si queremos preservar el núcleo de libertad que sustenta nuestras democracias. A medida que la tecnología avanza y las neurociencias ofrecen herramientas capaces de penetrar en la intimidad de la mente, se abre un campo inédito de vulnerabilidad humana. Frente a ello, el Derecho debe anticiparse, definir con precisión el bien jurídico y ofrecer garantías efectivas. Porque, si la agencia mental es el núcleo de nuestra libertad, protegerla no es solo una cuestión jurídica: es una cuestión de dignidad humana.
Por Santiago Mediano, experto en propiedad intelectual y nuevas tecnologías, presidente de Santiago Mediano Abogados.
Artículo publicado en Expansión.
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