Con la recién publicada Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero, de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia, el año se estrena con importantes novedades para quienes deben impugnar decisiones administrativas ante los tribunales.

Una de ellas es la nueva regulación del procedimiento abreviado contencioso-administrativo que, introducido en 1998, ha terminado por convertirse en el menos abreviadode los procedimientos. La razón de esta perversión práctica se debe al cuello de botella que supone la generalización de las vistas orales en este procedimiento y al abuso por la Administración de la posibilidad de oponerse a su no celebración si el particular lo solicita pues conoce los antecedentes y no necesita practicar ninguna prueba.

Según la Memoria del Consejo General del Poder Judicial 2022, de los 220.000 nuevos procesos contenciosos ingresados ese año, algo más de la mitad -unos 125.000- correspondieron a los Juzgados de lo contencioso-administrativo y los Juzgados Centrales de lo contencioso-administrativo, en los que se han celebrado unas 75.000 vistas. Esto significa que los procedimientos abreviados alcanzan el 60% de la actividad de esos órganos, representando un 35% de la actividad total en esta jurisdicción. Se hace patente así la trascendencia absoluta de esta variación procesal -decidir si la vista debe celebrarse en todo caso o solo cuando sea estrictamente necesaria-; y la diferencia radical que supone para la efectividad de la tutela judicial de los particulares. La misma diferencia que media entre obtener una sentencia en un plazo de dos o tres meses o no disponer de ella hasta dos o tres años después.

El hecho de que esta situación se deba a prácticas procesales legales pero abusivas de los defensores de las administraciones públicas genera desazón y desasosiego. Si intelectualmente ya cuesta creer -¡inocente!- que la Administración actúe en contra de la ley, dictando actos y resoluciones nulos o anulables, pensar en una Administración que actúa torticeramente en el plano procesal, poniendo trabas y generando dilaciones innecesarias a la actuación judicial, emocionalmente produce un importante desasosiego.

Por más que lo afirme solemnemente el artículo 103 de la Constitución, es un mito que «la Administración pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa (…) con sometimiento pleno a la ley y al Derecho» y cuantos nos dedicamos profesionalmente a este ámbito jurídico constatamos diariamente deficiencias, irregularidades y auténticas vulneraciones de derechos y libertades de los ciudadanos (en 2022 el porcentaje de sentencias estimatorias en los juzgados superó el 50%). Precisamente nuestra labor consiste tanto en tratar de revertir esta situación, como en propiciar que la reversión se produzca en el menor tiempo posible, conscientes de que nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía.

La Administración -es decir, las autoridades que la dirigen o el personal a su servicio- se mueve muchas veces por su propio interés y se resiste a cambiar prácticas, reconocer errores o facilitar el impulso de los procedimientos… demostrando así su lado más humano e imperfecto. Si el ordenamiento, además, le ofrece cobertura suficiente para mantener esta situación, el resultado tiende a ser muy decepcionante para el respeto de los derechos individuales.

Pero aún hay más, pues existe una peligrosa cercanía entre los poderes públicos, de manera que el legislador se muestra comprensivo con algunas de esas prácticas abusivas. Un claro ejemplo es el abanico de privilegios procesales de los que dispone la Administración. Entre ellos, el procedimiento abreviado convertido en un elemento completamente disfuncional, pues la mayor parte de las veces dilata enormemente la consecución de una sentencia y, en el mejor de los casos, obliga a una tramitación más precipitada. En definitiva: hasta ahora la ordenación procesal obligaba a elegir entre lo malo y lo peor, teniendo siempre la Administración un poder decisorio excesivo e injustificado.

La nueva regulación cambia esta situación radicalmente. Si el administrado renuncia a la vista, la Administración solo podrá oponerse «argumentando a tal fin en qué hechos existe disconformidad y qué medios de prueba, distintos de los ya obrantes en actuaciones, habrían de ser practicados para despejar esa disconformidad», algo lógico para evitar una oposición injustificada y meramente dilatoria, arbitraria. Además, la facultad de renunciar a la vista no impedirá -como ocurría- que pueda existir un trámite final de conclusiones tras la contestación de la demanda, si así se solicitó al inicio del proceso.

No será hasta el 3 de abril cuando estas previsiones entren en vigor, si bien los plazos de interposición de los recursos permitirán impugnar decisiones notificadas a partir de febrero, beneficiándose ya de esta mejora procesal. El legislador, con acierto, ha entendido que a vecescorrer mucho no asegura llegar antes al destino; que pesa tanto o más una correcta planificación. Ahora nos toca a nosotros -justiciables y profesionales- hacer buena carrera.

Por José Ignacio Juárez Chicote, socio Departamento Derecho público y administrativo en Santiago Mediano Abogados.

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