Pese a su sencilla formulación, este principio tiene múltiples facetas y encierra una complejidad casuística nada desdeñable, haciendo que cada año se planteen centenares de reclamaciones.

Graves perjuicios sin una compensación. La configuración del estado social y democrático de derecho implica, entre otras cuestiones, el principio general de responsabilidad del poder público en virtud del cual –artículo 106.2 CE– los ciudadanos tienen derecho a ser indemnizados por cualquier lesión antijurídica que sufran y sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal del servicio público.

Pese a su sencilla formulación, este principio tiene múltiples facetas y encierra una complejidad casuística nada desdeñable, haciendo que cada año se planteen centenares de reclamaciones y se dicten multitud de sentencias que perfilan y matizan la institución. Un pasito adelante y otro atrás, así es la lucha por el Derecho.

Así ocurre con un problema generado por la Administración del Estado del que periódicamente dan cuenta los medios de comunicación: la situación de miles de personas que han cursado estudios en universidades extracomunitarias y que, por afectar a profesiones reguladas o requerirlo sus expectativas académicas, solicitan la homologación o declaración de equivalencia de sus títulos, sin que llegue la preceptiva resolución –favorable o desfavorable– o dilatándose esta varios años.

Se trata de una situación irregular, típicamente administrativa. De un lado, una multiplicidad de sujetos independientes y desvinculados entre sí que, más allá de los matices diferenciales de cada caso, padecen una misma situación, que les desborda y les supera, frente a la que nada útil pueden hacer; de otro, una Administración impasible e insensible, indiferente a las necesidades y demandas ciudadanas que, pese a ser consciente de la situación, lo único que ha hecho para solventarla ha sido sustituir el Real Decreto 967/2014 por el actual Real Decreto 889/2022, es decir, cambiarlo todo para que todo siga igual.

El preámbulo de la norma precedente confiesa que “no [se] ha sido capaz de asumir el aumento del volumen de solicitudes para el reconocimiento, a través de los procedimientos de homologación y de declaración de equivalencia, de la titulación universitaria obtenida en sistemas educativos extranjeros. Ello, unido a la complejidad del procedimiento establecido en la norma, ha tenido como consecuencia la acumulación de expedientes y la demora subsiguiente en la resolución de los mismos”.

Pero mientras la Administración entretiene a los ciudadanos con despistes regulatorios, el problema ni se ha solucionado ni para de crecer. Cada año el número de nuevos expedientes dobla los resueltos y estos siguen acumulando plazos descomunales. Y no se anuncian, para desesperación de los afectados, medidas de descongestión, más allá de la intención del Estado de traspasar el problema a las CCAA, como ha hecho con el País Vasco a través del Real Decreto 366/2024.

Muchas razones explican la evolución creciente del problema homologatorio, pero ninguna de ellas justifica el daño que sufren quienes lo padecen y que afecta a su vida personal, familiar y profesional, a sus derechos y libertades fundamentales. Quienes no obtienen respuesta o la han obtenido en plazos injustificables pueden, y deberían obtener, una justa compensación que minimice los daños derivados de una actuación administrativa más que deficiente, ilícita.

Pasan los años y los perjudicados se desesperan buscando una respuesta administrativa a su solicitud. Sin embargo, la mera resolución –incluso homologatoria– no satisface verdadera y plenamente el perjuicio antijurídico sufrido por estos ciudadanos por la falta de respuesta. Y es que ese purgatorio administrativo al que se ven sometidos –un estado de espera indefinida hasta la resolución final– no debería darse, ni individual ni colectivamente.

«No se trata ya de lograr una homologación o la equivalencia, sino de reparar los daños que en estos ámbitos causa la omisión prolongada de una resolución»

Con independencia del contenido de la resolución que se dicte –si llega a dictarse– la falta de respuesta administrativa implica daños evidentes que el particular no tiene obligación de soportar: negación del derecho a la organización de la vida personal y familiar, con trabas a la reagrupación; imposibilidad del desempeño profesional o iniciación de carreras profesionales lastradas, entre otros.

Esta es la razón por la que se están organizando reclamaciones de la justa indemnización que compensen los daños que esté ilegal proceder administrativo, mantenido durante años, genera. No se trata ya de lograr una homologación o la equivalencia, sino de reparar los daños que en estos ámbitos causa la omisión prolongada de una resolución, incluso cuando se dicta.

Se ha dicho que la injusticia, en cualquier parte, es una amenaza a la justicia en todas partes. Esto mismo puede aplicarse a la actuación de la Administración. Llamada a gestionar el interés general tutelando los derechos individuales, la omisión ilícita de su debida actuación amenaza cualquier derecho, en cualquier ámbito.

Para esto surge la responsabilidad patrimonial, garantía última frente a los daños antijuridicos causados a los ciudadanos cuando el servicio público funciona de forma deficiente o anormal. Ojalá estas reclamaciones organizadas, además de compensar a los perjudicados, sirvan para implantar soluciones eficaces de un problema que amenaza la situación profesional y los derechos fundamentales de miles de personas. Que se repare a quienes han sufrido daños y que se termine ya con esta situación es una exigencia administrativa que no admite excusas ni demoras.

Por Jose Ignacio Juárez Chicote, socio Derecho Público y Administrativo de Santiago Mediano Abogados.

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